Aquí jamás encontraran mi cuerpo. Ni mi piel ni mi cabeza serán su trofeo.
Al final, siempre les quedará la duda y la incertidumbre de si huí o no, y regresarán al pueblo rabiosos y maldiciendo mi nombre, pero cautelosos, pues las primeras sombras de la noche en la quietud del monte traerán a su corazón temores y oscuras supersticiones heredadas de sus antepasados.
En su desesperada huida por la ladera boscosa, se había refugiado en una cueva oculta entre brezos y escobales. Avanzó en las tinieblas y a duras penas se arrastró por un estrecho pasadizo.
Tenía una pata insensible, con el hueso triturado hasta el tuétano por una bala. Otra bala, con un golpazo de dolor ardiente quemándole las entrañas, le había atravesado el pecho.
Aun así, continuó arrastrandose con coraje hasta penetrar en lo más recondito de la cueva.
Aquellas tinieblas reconfortaban su agonía al recordarle, después de tanto tiempo, la agradable sensación de amparo en la lobera de Peña Sagra, cuando era un cachorro.
Añoraba la piel cálida de su madre y sus hermanos, y la borra mullida de la madriguera; mientras sentía como el frío de la muerte entumecía sus carnes enflaquecidas, por su cerebro pasaban vertiginosamente recuerdos de su vida atormentada.
Es duro morir incluso para un lobo. Ahora, cuando el tiempo de la vida se agota irremediablemente, me acuerdo del primer encuentro con los hombres, hace ya unos cuantos años.
Fue casi del mismo modo que hoy: con violentos retumbos de escopeta, dolor y sangre.
Aquella tarde atravesabamos silenciosamente el bosque, que ofrecía un aspecto de plenitud y cansancio. maduraban en las matas los últimos frutos de los endrinos y arándanos y las rojas bayas de los serbales; mientras, las sombras de las hayas se alargaban interminablemente bajo el sol tardío y poniente de septiembre.
Acababa de abandonar mi aspecto desgarbado de lobato y lleno de ansias acompañaba a la manada en una cacería, ignorando la amenaza que se cernía sobre todos nosotros: agazapados entre el ramaje áspero y reseco de unas encinas chaparras nos esperaba una cuadrilla de cazadores.
Sucedió justo en el momento en que la luz rojiza del atardecer y la penuimbra se fundían en un abrazo.
La felicidad se alejó como un soplo de aire, precipitadamente, a golpe de disparo para no volver jamás.
Un tiro certero y abrasador me desgarró las carnes de un costado y, tambaleandome, rodé por la pendiente de árgomas y helechos agostados.
Ante la proximidad de los hombres y de los perros, hioce un esfuerzo supremo y , apretando las mandíbulas, salté al fondo del barranco, atravesé la carretera y huí por el bosque de hayas de la vertiente opuesta, apurando hieles hasta reventar de cansancio.
Esa noche, un aullido desgarrador, un lamento de dolor profundo y de soledad atravesó la Peña Corcina y la Peña Cigal llegando a las aldeas cercanas; penetró en las casas e hizo que los semblantes de sus moradores se sobrecogieran.
Aquel año la otoñada fue breve, y pronto los intensos fríos y los ventarrones del norte trajeron lluvias y nieves dejando al bosque un profundo silencio, tan sólo roto por el grito agrio de los arrendajos.
Obsesionado por la suerte de la manada, al fin tuvo el arrojo de cruzar la fatídica carretera donde los cazadores le habían emboscado y volver al territorio de la lobada de Peña Sagra.
Con la certeza de que ningún miembro había sobrevivido a la matanza, huyó de aquellos parajes para no regresar jamás
.
Abandonado a la negra suerte, solo y herido, estuvo vagando por sierras y valles en busca de alimento y, acuciado por el hambre, incluso merodeó por las inmediaciones de las aldeas.
Encorvado, flaquísimo, con el costillar marcado y las carnes consumidas, acechaba los establos que desprendían un excitante aroma a ganado.
Cuanta hambre y frío he padecido desde que nací. Cuántos años recorriendo el monte sin un punto de reposo, soportando con resignación espartana las punzadas dolorosas de la nieve en la carne húmeda y amoratada, apenas cubierta por una pelambre raída. Cuántas hambres y ayunos mezclados con cansancios.
He comido los despojos nauseabundos de los buitres y la piel curtida que envuelve las osamentas de las reses muertas. He resquebrajado los huesos blanquecinos, duros como el granito, para lamer su tuétano escaso y reseco. He comido cortezas de árbol, como las corzas, e incluso he pastado hierba, como las tudancas lustrosas de pelo reluciente, y me he alimentado de la basura arrojada por el hombre en los labrantíos de las llanadas.
Y al final: hambre, siempre hambre y más hambre.
Mi cuerpo está marcado de cicatrices y desgarraduras, colmilladas y coces, todas ellas sufridas por tratar de saciar el hambre que me ha seguido siempre como una sombra fatídica.
Esas hambres, urdidoras de las malas tentaciones y los atrevimientos, hicieron que un día brumoso y de intenso frío, después de haber estado inutilmente al acecho de los corzos que ramoneaban los acebos cubiertos de nieve, se adentra al abrigo de la espesa niebla entre las casucas y las cuadras de Vendejo.
Como una centella, entró en una corralada y degolló cuántas ovejas pudo. Ciego de desesperación y de hambre, atravesó las callejas del pueblo y, cambera arriba, huyó con un cordero apresado entre sus dientes.
Las mujeres chillaban, los perros ladraban y los hombres corrían a por sus escopetas.
Agotó las escasas fuerzas que le quedaban arrastrando el inanimado cuerpo del cordero, hasta ocultarse en una frondosa acebada donde lo devoró, como siempre, apresuradamente, dandose un descomunal hartazgo hasta que la proxima hambruna lo dejara de nuevo con la intimidad de los huesos al descubierto.
A cada bocado, un sobresalto por un chasquido repentino, por un rumor extraño, escudriñando alerta con las orejas erizadas y dispuesto a brincar a la minima sospecha de la presencia humana.
La escaramuza del pueblo colmó la paciencia de los lugareños y, esta vez, fue tomada como una amenaza imperdonable.
El insensato, sin saberlo, había apresurado su sentencia de muerte.
Ahora, en las sombras tenebrosas de la cueva, su voluntad salvaje forcejeaba con los músculos en un intento de prolongar el último aliento de vida, pero los bríos se consumían entre temblores y jadeos de un dolor intenso y profundo de espiritu, más que fisiologico, pues no acertaba a comprender por qué era perseguido y dado muerte de forma tan cruel.
La vida es injusta. Si hubiera podido enterrar entonces la felicidad de sentirme a gusto con los míos, como si fuera una pieza abatida, para escarbar y desenterrarla ahora. Pero muero en soledad; igual que he vivido.
Cuántos aullidos lanzados al aire sin respuesta, en las noches claras de plenilunio. Jamás he poseído una hembra ni me he embriagado con sus efluvios de celo. Allá donde he ido, la soledad y el hambre han marcado mi destino, calando mis entrañas en su estigma.
En contadas ocasiones he tropezado con otro lobo solitario y hambriento como yo.
Hemos cazado dos o tres veces juntos, pero sin poderlo remediar hemos tenído que separarnos para no llamar la atención del hombre.
Dos lobos deambulando furtivamente nunca pasan inadvertidos.
Como añoro la cálida compañía de la manada aniquilada hace años por los cazadores. Quizá fueran los mismos que se acercan ahora.
Imagino su mirada fría, escudriñando inquieteos cada palmo de terreno, pues saben que no puedo andar muy lejos.
Tienen prisa, pues la tarde cae. Comienza a oscurecer y temen a la noche negra, negra como la boca negra del lobo, que trae a su memoria leyendas rurales y mitos sombríos de mis antecesores y de mí les hancontado de niños. Historias contadas por la noche en voz baja junto al calor de la lumbre, de como el lobo acomete a las personas junto a las torrenteras, donde más estruendo hace el agua para que no se oigan los gritos de angustia de sus victimas; aullidos penetrantes en las noches luneras clamando sangre.
Decir "¡el lobu!" es decir la muerte, y los hombres y mujeres cuando lo oyen se presignan como cuando se menta el camposanto, o las brujas de Polaciones o al Ojáncanu.
El hombre me aborrece y yo lo menosprecio. Nadie puede imaginar la indiferencia y el desdén que siento hacia él, y que si nuestros caminos se cruzan es por azar o por saciar el hambre que me atormenta.
Alguna tarde de primavera, con la vegetación frondosa y con el viento favorable, he curioseado desde el altozano de las brañas las aldeas, sus hombres, sus trajines , sus perrazos mastines de los que he desconfiado siempre.Incluso, por un momento, he llegado a pensar lo bien que estaría al abrigo de la calma apacible del pueblo, como ellos, y así no me faltaría un mendrugo que llevar a la boca ni la compañía de otros seres.
Pero mi vida pertenece y está cautiva de estas montañas llenas de sonidos y aromas. El sutil instinto irracional me dice que ningún lobo muere viejo, sino de forma violenta; es el precio que un depredador debe al destino a cambio de su vida libre y nómada. No temo a la muerte, la acepto como parte de la vida; pero si me entristece morir es porque, pese al hambre y a la soledad, quisiera seguir vagando por los páramos barridos por el viento, por los puertos y las altas brañas que desde el atardecer hasta el alba, bajo la penumbra de la luna blanca que barrunta helada, o de la luna grande y roja que barrunta la tormenta; para seguir olfateando el aroma penetrante del musgo y de las setas entre la húmeda hojarasca, y de la hierbabuena, la manzanilla y el espligo en el soleado piedemonte; para seguir escuchando el canto del urogallo, el reclamo del cárabo y el tableteo del picatroncos; para revolcarme sobre la hierba fresca con el rocío de la mañana; para hundirme en la nieve tardía de abril, cuando los primeros rayos del sol templan la tierra; para seguir contemplando la flor blanca del guindo silvestre, el fruto rojizo brillante del pinchudo acebo y la breve existencia de las prímulas y violetas, antes que las hojas de las hayas y robles conviertan el bosque en un lugar sombrio.
Los pensamientos cada vez eran más confusos. Tiritaba de frío y su cuerpo ardía febril. Apretaba el pelaje y las carnes desgarradas contra la fria roca para aliviarse del calor abrasador y tratar de aplacar, restregaba la lengua hinchada y reseca por el suelo húmedo de la cueva. Aturdido y casi inconsciente, escuchaba un cadencioso goteo de agua en la profundidad de la cueva, que obstinadamente retumbaba en su cabeza como un fatídico anuncio del escaso tiempo que le restaba de la vida.
No entiendo por qué se ensañan con tanta brutalidad.Llevan varios días acechándome, persiguiéndome implacablemente para aniquilarme, como si yo fuera el mal supremo, el culpable de sus miserias y de sus penalidades.
Se están acercando a la cueva. Aun en la agonia siento en mi olfato el peculiar olor humano, dulzón y penetrante, y el insoportable tufo de los perros que ladran excitados y temblorosos.
Han seguido mi rastro con tenacidad e insolencia porque se sienten amparados por las escopetas de sus amos, pero ninguno tendrá arrestos suficientes para internarse en las tinieblas de la cueva. Saben por experiencia que de una sola dentellada puedo cercenar su cuello.
Cobardes.
Los hombres tampoco se atreverán a entrar, pero aunque lo hicieran no me encontrarían.
Además de cobardes, inutiles.
Él, cazador audaz y escurridizo, que habia recorrido al trote la cordillera desde Polaciones a la Liébana, subiendo y bajando peñas, repechos, laderas, de peregrinaje de majada en majada, cada día por un sendero diferente, rastreando, olfateando, siguiendo el rastro de las pezuñas de las corzas parideras y de los venados viejos, siguendo el tintineo de los campanos y los balidos de los rebaños, era ahora la victima y el perseguido.
Con la pelambrera erizada acecho y vijilo agitado, y a la carrera, entre quiebros y saltos con dentelladas certeras, derribo mis presas sin crueldad ni complacencia, en contra de lo que el hombre cree, y las devoro para sobrevivir, en un acto legítimo de supervivencia.
He matado animales que pertenecen al hombre: ovejas medrosas, jatucas descarriadas, cabras desprevenidas......y salvo alguna vez en que acuciado por el hambre he arremetido contra establos y corralizas cercanos a los pueblos, siempre he cazado a mi albedrio en las brañas altas, en los invernales cimeros, en las coteras escarpadas donde los animales campean en libertad y la montaña no pertenece exclusivamente al hombre, aunque la haya tomado con su ganado, con sus labores, con su industria, convirtiéndola en prados y pastizales, talando árboles, sembrándola de pistas y caminos, de trampas de caza, de venados..... El avance implacable del hombre hace que el bosque vaya desapareciendo bajo el hacha, el fuego, el arado.....y con él, quienes aquí vivimos.
A pesar de estar herido de muerte, no me oculto por cobardía. Más bien he de hacer verdaderos esfuerzos para quedame postrado sobre la fría roca. No temo al hombre, ni a sus perros, ni a sus armas. Aun conservo alguna fuerza, coraje y dignidad para salir y enfrentarme a ellos. El corazón se les sobrecogería de espanto al verme aparecer por la boca de la cueva entre los brezos y huirían. Quizá, el más templado y sereno de ellos reaccionaría en el último instante descargando a bocajarro la escopeta sobre mi cuerpo. Sería una muerte rápida y noble, pero una fuerza irresistible que nunca había sentido oprime mi voluntad, atenaza mi instinto de lucha y me paraliza.
Siento una profunda aversión a ser abierto en canal como una res, a ser exhibido en la campa del pueblo, a que los perros laman mi sangre y devoren mis visceras, a que los chavales apedreen desde lejos mi cadaver colgado de una viga por temor a que mi piel esté sarnosa, a que mi cabeza disecada, con la mueca feroz de un gruñido perpetuo, ornamente la pared de una casa o el comedor de un mesón. Por eso vboy a morir en esta oscura grieta en sigilo, celoso de mi muerte, sin manifestarsela a nadie.
Los cazadores debatían entre ellos con suposiciones más o menos certeras, sobre lo que la suerte había deparado a la alimaña.
Los disparos fueron certeros, de eso estaban convencidos, y por el rastro tan abundante de sangre le daban por muerto. Pero con la noche vino el cansancio y la desesperanza, y las sombras no los dejaban pensar con claridad. Cansados de la batida y pensando en el calor de la lumbre, apresuraron el paso camino del pueblo y se fueron alejando monte abajo, saltando entre brezos y escajales. Al día siguiente, cuando rompa el alba, si el ánimo no ha decaído del todo, emprenderan la busqueda por el bosque.
Poco a poco, el brillo de sus ojos fue apagandose, y donde hubo lumbre ahora solo quedan cenizas. Respiraba con agitación y un silbido hondo escapaba de sus pulmones por el boquete del balazo. Se fueron agotando las pocas fuerzas que le quedaban y, lentamente, en una agonía serena, fue encorvando la cabeza y rindiendose a la muerte. Sintió un ahogo. Una convulsión conmovió su cuerpo y quedó desplomado e inerte sobre el charco de sangre negra y espesa.
Murió al amparo de las tinieblas, en las entrañas de la madre tierra, igual que vino al mundo en la lobera de Peña Sagra: libre, puro, exento de prejuicios e inocente.
Cuando terminé de leer este relato por primera vez pensé en publicarlo en el blog pensando en alguno de los que asiduamente me seguís y pensando que os gustará lo mismo que a mi, cuánto más lo leo más me gusta.
Su autor es Armando Miguel, escritor torrelaveguense que recientemente ha publicado un libro de relatos.
"Al calor de la lumbre" es su titulo, y su narrativa y lenguaje popular llegan de forma emotiva a quién lo lee.
Las fotos están sacadas de esta página, y para ello he contado con la autorización de su administrador.
MIENTRAS leía, te imaginaba a tí, amigo TEJÓN, escribiendo con emoción el relato tan lobuno e inhumano.
ResponderEliminarArmando Miguel, el autor, disculpará y comprenderá el equívoco.
Gracias por compartirlo, seguro que no me equivoco al decir que somos muchos tus agradecidos seguidores
Caray Jesús, tengo el corazón en la garganta,un relato tan hermoso como triste a la vez.
ResponderEliminarToda una vida de perros que nació y murió como tal.
Todo un acierto por tu parte publicarlo para nuestro deleite, gracias paisano, un abrazo.
Tejón: me he emocionado y me he acordado de dos vivencias; la primera, las de mi padre, que como zamorano y habitante de un pequeño pueblo en la Sierra de la Culebra, nos hablaba del lobo, de las colinas nevadas y de como las atravesaban a pie, o de la tía Ramona, que como era bruja se metía en las ovejas, para que el lobo no se las despedazara y así las salvaba... hablaba mi padre del lobo con respeto. Y, ahora, que mi padre ya no está cuando vuelvo a Zamora y a su pueblo, revivo ese respeto por el lobo y por el campo y todo lo que representa. También me has recordado al niño lobo de Sierra Morena. Seguro que has visto la película que se hizo, o leído el libro. Si no la has visto, búscala. Suave, intensa, como el lobo, como el niño, como la naturaleza. Un abrazo, Tejón, y gracias por este momento intenso y gracias a Armando Miguel por haberte permitido traerlo aquí para que lo leyéramos.
ResponderEliminarMe ha encantado y entristecido el relato, por tierras de Guadalajara ya vuelve a haber lobos y los lugareños no están muy convencidos de que esto sea bueno...
ResponderEliminarYa se sabe este animal es querido u odiado, un extremo u otro.
El relato espectacular.
Saludos
La peli se llama Entre Lobos: http://www.entrelobos.es/#/home (no me acordaba antes) el libro: He jugado con lobos: http://www.casadellibro.com/libro-he-jugado-con-lobos/9788424635206/1697979.
ResponderEliminarUn abrazo, Tejón.
Apasionante y estremecedor relato.Desde el primer momento te sumerges en la historia y como si de una película se tratara,te vas imaginando toda la vida contada por ese lobo.
ResponderEliminarMe ha encantado.
Un abrazo
El lobo siempre ha sido un animal muy especial para mí. Este relato me ha fascinado, me he sumergido en él y ha sido como ser parte de la manada.
ResponderEliminar¡¡¡Gracias por esta gran idea de compartirlo Tejón!!!
Abrazo :)
¡Enorme, Jesús!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo
Fiquei encantada!!!! Uma leitura especialmente agradável ao mesmo tempo que triste... enquanto lia imaginava as cenas como num filme... belo, belo, meu querido! Muito obrigada por compartilhar tamanha beleza de entrada.
ResponderEliminarFeliz domingo.
Beijos e flores de inverno.
Joer Jesus, que lloro y es San Pedro, que buena entrada, es entre todas las que tienes de mís favoritas, a quien no le llegue es que carece de corazón, te felicito una vez más.
ResponderEliminarCuidado con el sol que aprieta.
Parece que poniéndose uno en la piel del lobo se humanizase un tanto. ¡Que falta nos hace!
ResponderEliminarHola Jesús...precioso relato, triste y emotivo. Un acierto que lo hayas publicado. Un abrazu.
ResponderEliminarcomparto contigo la opinión de que es el mejor relato del libro, lo cual en mí no es raro porque me fascinan los lobos desde siempre. Ya cuando lo leí en el libro (mil gracias) me encantó. Queda muy bien complementado con estas fotos tan espectaculares.
ResponderEliminar