Eramos unos críos de pantalón corto y para ir a la escuela teníamos que caminar más de tres kms por la orilla del camino real. Un camino flanqueado a ambos lados por hileras de chopos y plátanos que en verano nos daban sombra y en invierno servían para proteger nuestras pantorrillas desnudas de las celliscas de granizo.
Entre idas y venidas todos los días pasábamos cuatro veces por delante de la fachada de piedra y los cañones tallados al lado del escudo nos hacían soñar con caballeros, armaduras de acero y batallas.
A principios de los años sesenta el correo no llegaba como hoy a todas las casas del pueblo.
El cartero dejaba las cartas en la escuela y era el maestro el que se encargaba de que llegaran a sus destinos. Era un engorro y nadie quería hacerlo pero tampoco ninguno se atrevía a negarse cuando el recto maestro de la época nos hacía llevar la correspondencia de cada barrio. A mi me tocó llevar las cartas del barrio la Venera y del mio,Valmoreda.
La Casa de los Tiros tenía cartas todos los días y es que en ella vivía gente muy importante, señores muy ricos venidos de Alemania cuando acabo la guerra que tenían jardinero, chofer y criadas de uniforme negro y delantal blanco
Cuando llamaba al timbre para entregar las cartas ladraban al otro lado del portalón de madera unos perros que daban respeto y más de un susto cuando asomaban sus morros chatos echando espuma por la boca por encima de los muros de piedra, pero que se volvían dóciles y mansos cuando la criada que venia andando por el largo pasillo de losas que separaba la distancia entre la portalada de madera y la casa, les hablaba en un idioma que para nosotros resultaba extraño.
Nos pegábamos por asomar las narices para ver lo que había dentro cuando abría un pequeño ventanuco enrejado para recoger las cartas pues se nos antojaba que aquellas paredes escondían un mundo distinto al que veíamos desde fuera, estanques con peces de colores, invernaderos con flores desconocidas y unos árboles cuyos frutos nos llevaban los ojos de la cara y nos hacían la boca agua.
Era una fiesta el día que raramente salía a por las cartas la señora de la casa, (doña Marta) y nos abría las puertas para que pasáramos a coger unas ciruelas gordas y amarillas que rompían por el peso y la abundancia las ramas de los ciruelos japoneses.
De paso admirábamos el Mercedes aparcado en el garaje y al chofer de don Guillermo que siempre tenía los tapacubos de aquellas ruedas que parecían de plata y la carrocería de charol por lo que brillaban.
Pero si algo recuerdo que nos daba envidia y nos hizo perder parte de nuestra inocencia fue cuando vimos los juguetes que los Reyes Magos trajeron un año a los niños de la casa, un tren de madera con vagones en los que cabían sentados y unos caballos balancines también de madera que sin conocer su destino habíamos visto construir durante semanas en la carpintería del pueblo.
Por fuera de la tapia había un árbol que se asemejaba a los castaños del bosque pero que daba unas castañas distintas y que ni siquiera nos atreviamos a coger pues si lo hacíamos y las probábamos nos quedaríamos enanos.
Nunca faltaban motivos para admirar nuestra querida casa de los tiros pues los nuevos dueños de la casa fueron reformando y aportando a la estructura de este noble edificio, con sus escudos y su historia de hidalgos montañeses, nuevos elementos de piedra como el de la foto que vimos traer desmontado en piezas y armado en el jardín exterior a la sombra de las adelfas.