Ya hace un tiempo que aprendí de un buen maestro el proverbio persa que dice:"La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de fruto muy dulce".
Tras años de paciencia por fin pude hacer realidad conocer la Sierra del Sueve, un macizo calcáreo muy próximo al mar Cantábrico en la cercana Asturias, y todas sus singularidades.
Salimos acompañados por unos buenos amigos del club de senderismo "La Huella" de Colunga.
Nos conducen por el hayedo de La Biescona, un entorno de gran belleza con todos los verdes imaginables y donde los rayos de sol tratan de colarse entre los árboles.
En una de sus revueltas, al lado del sendero encontramos un jabalí y fue el suceso triste del día pues el pobre animal, al que pintan tan fiero cuando está herido, se sintió acorralado y hacía enormes esfuerzos tratando de esconderse bajo la hojarasca.
Se desató entre todos la eterna polémica entre partidarios y enemigos de la caza, yo me manifiesto contrario a ella y expongo mis argumentos pero no soy amigo de entrar en discusiones que a nada conducen cuando no hay forma de acercar posturas, vale más serenar los ánimos continuar la marcha y pienso en buscar la defensa civilizada que de la caza hacía Miguel Delibes y que os dejo al final de la entrada.
Nunca vieron estas brañas una invasión tan colorida y se sorprendían otros senderistas que pasaban al ver un catering tan concurrido y tan bien surtido.
Estamos en los dominios del caballo asturcon, una raza propia de estas montañas que se está tratando de reintroducir en las comunidades próximas donde ha quedado extinguida, quizás alguien podría decirnos si los de la foto pertenecen a tal raza pues una de las características más singulares de los asturcones es que son de pelo oscuro y negro y tienen una estrella de pelo blanco en la frente.
La luz del día no permite hacer buenas fotos de todas las montañas que vemos alrededor, el objetivo está delante, subiendo una cuesta bastante pindia, el Pico Pienzo espera nuestra llegada jadeante.
Su cima a 1161 metros está cada vez más cerca bajo un espectacular cielo azul...
...que se prolonga más allá de las montañas y se confunde con el azul del Cantábrico.
Unas vistas extraordinarias en este despejado día que permite que luzca más aún si puede, otra de las singularidades de esta Sierra del Sueve. Sus 8.000 ejemplares hacen que esta tejeda sea una de las más numerosas del continente europeo.
Es una lástima que estos centenarios árboles no se rejuvenezcan pues su entorno no está protegido del pasto de los animales que impiden brotes nuevos.
Dejamos atrás la cumbre del Pienzu antes de introducirnos entre la sombra de los tejos...
...y al pie de uno de ellos, muy viejo, dejamos transplantado este ejemplar acarreado a mi espalda, sacado de un retoño de la cántabra Braña de los Tejos, como símbolo de hermanamiento, buscando más lo que nos une que lo que separa a cántabros y asturianos, dejando para los fanáticos del fútbol,(Racinguistas y Ovetenses) que se lían a manporros donde quiera que se encuentran ofreciendo vergonzosos espectáculos.
Y volviendo al principio de la entrada, aquí dejo para muestra de lo que dicen de las raíces amargas que afloran en la tierra y se agarran con un tremendo afán de supervivencia a las piedras...
...y alimentan los dulces y comestibles frutos rojos, única parte del árbol que a pesar de la creencia general no es venenosa de este árbol venerado por nuestros ancestros.
Acabamos la ruta en Gobiendes y marchamos llevándonos buenos recuerdos de Colunga y sus gentes, su paisaje, sus playas, los manzanos, los helados y hacemos votos para volvernos a encontrar en las montañas.
¿Qué puedo yo decir sobre la caza que no haya dicho antes? En estas
circunstancias, uno acaba, como casi siempre, agarrándose al famoso
prólogo del maestro, repitiendo aquello de que la caza torna paleolítico
al hombre civilizado y le procura unas vacaciones de humanidad. Porque
esto que el señor Ortega dijo hace exactamente cuarenta años, cuando aún
el corsé de la civilización no nos oprimía tanto, se va acreditando a
cada año que pasa. Ahora bien, siendo esto verdad, ¿es toda la verdad?
Al salir al campo cada domingo, ¿procuramos solamente sentirnos
paleolíticos por unas horas? Yo creo que a esto habría que añadir un
matiz sustancial. El hombre-cazador o el hombre-pescador, que tanto
monta, sale al campo, no sólo a darse un baño de primitivismo, sino
también a competir, a comprobar si sus reflejos, sus músculos y sus
nervios están a punto, y para ello, nada como cotejarlos con los
reflejos, los músculos y los nervios de animales tan difidentes y
escurridizos como pueden serlo una trucha o una perdiz. Tenemos, pues,
que en la caza subyace un sentimiento de confrontación, de duelo, que
tiende en definitiva a demostrarnos si nuestra inteligencia y nuestra
resistencia física son capaces todavía de imponerse al instinto
defensivo, la rapidez y la astucia, de una perdiz o un conejo. Esta
competencia implícita exige una lealtad, una ética. El hombre-cazador
debe esforzarse, por ejemplo, porque este duelo se aproxime al rigor que
presidía los torneos medievales: armas iguales, condiciones iguales.
Por sabido, la perdiz no podrá disparar sobre nosotros, pero nosotros
quebraremos el equilibrio de fuerzas, incurriremos en deslealtad o
alevosía, si nos aprovechamos de sus exigencias fisiológicas (celo, sed,
hambre), de sofisticados adelantos técnicos (transmisores, reclamos
magnetofónicos, escopetas repetidoras), o de ciertos métodos de acoso
(batidas, manos encontradas) para debilitarla y abatirla más fácilmente.
De aquí que yo no considere caza, sino tiro, al ojeo de perdiz y recuse
la caza del urogallo -mientras canta a la amada, a calzón quieto-, por
considerarlo un asesinato. En una palabra, para mí, la caza exige un
desgaste, una cuota de energía -cada cazador debe elaborarse por sí
mismo su propia suerte- y un respeto por el adversario, lo que equivale a
decir que el éxito de una cacería no depende del morral más o menos
abultado conseguido al final de la jornada, sino del hecho de que
nuestros planteamientos tácticos y estratégicos hayan sido acertados y
al menos en alguna ocasión hayamos logrado imponerlos a la difideñcia
instintiva de la pieza. Entendida la caza de este modo, una jornada de
dos perdices, bien trabajadas, limpiamente abatidas, puede ser más
gratificadora que otra de dos docenas con todos los pronunciamientos
favorables. No es, pues, la cantidad, sino la dosificación de nuestro
esfuerzo y el acierto de nuestras intuiciones, lo que determina el éxito
o el fracaso de una cacería; nuestro grado de satisfacción, en suma.
De lo antedicho se deduce que la caza-caza, la caza al salto o en mano,
tal como yo la. practico, constituye un auténtico ejercicio deportivo.
Hay, sin embargo, quien no repara en sutilezas y considera que la caza,
en cualquiera de sus manifestaciones, es un esparcimiento cruel. Nos
llevaría demasiado tiempo discutir este extremo, mas si admitimos que el
hombre es un animal carnívoro y que para mí no es lícita la caza de un
animal gastronómicamente inútil, convendremos que la muerte de una
perdiz de una perdigonada no es objetivamente más cruel que cualquiera
de los métodos que habitualmente se emplean para el sacrificio de las
aves de corral. No deja de ser chocante que, a medida que en la sociedad
actual se endurece la postura del hombre contra el hombre -las
recientes y horribles matanzas de Beirut y la tibia reacción del mundo
así lo acreditan- se extiende un hipócrita franciscanismo que
contrasta con aquellas actitudes. En Alemania me contaban que uno de los
guardianes del campo de exterminio de Dachau, lloró el día que se le
murió un canario.
MIGUEL DELIBES.
Si hay que volver al primitivismo entenderé la defensa que hace Delibes de la caza, pero mientras tanto prefiero disentir de tan buenos argumentos y manifestarme en contra de ella y más si es de la forma en que se están abatiendo lobos y otras especies.