Ya hace tiempo que cada vez que paso y veo el estado
en el que está la escuela de mi vida, se me agolpan los recuerdos, son tantos y
tan intensos los momentos allí vividos...no sé por qué hoy se me vino a la memoria
uno de ellos y os lo cuento.
Máximo se llamaba el maestro y
puedo asegurar que era máximo en todo, y muy recto, vamos uno de aquellos maestros
que se decían del régimen al que había que pedir permiso hasta para ir a hacer
"una necesidad" pues la buena educación no nos permitía decir
cagar o mear.
Y era una suerte que te diera
permiso pues de ello dependía que no estuvieras con retortijones y dolor de
tripas todo el día o llegar a casa con aquellos pantalones cortos mojados y las piernas
resecas, ásperas, agrietadas y enrojecidas.
Máximo era también en
generosidad, pues generoso era manejando a babor y a estribor sus rudas manos,
cuando no la vara de avellano o la regla de madera, con la que nos
peinaba la raya al medio en la cabeza.
Su fuerte era enseñar religión,
saludar a la bandera y desfilar marcando el paso por el patio.
No sé cómo ni quien nos enseñó
que mezclando azufre con potasa se podían fabricar "pequeños"
explosivos.
Era lo mejor de los recreos,
todos llevábamos en el bolsillo una pequeña piedra plana cogida en el río, las
pastillas de potasio que un una cajita azul vendían en la farmacia, con la
disculpa de que eran buenas para la garganta, y el azufre lo acopiábamos en
pequeñas piedrecitas que los camiones perdían cuando pasaban cargados de ello
que en barcos llegaba al puerto de Santander.
Era una ceremonia hacer la
mezcla, aplastar y mezclar los componentes sin pasarnos de la dosis suficiente.
Bien mezclado poníamos la
piedra encima y con un maestro "zapatazo", que no era zapato si no más
bien alpargata o katiusca de goma, produciendo una sonora explosión
con un agradable olor a dinamita que nos recreaba el olfato.
El patio del recreo se
convertía en una traca, don Máximo un día se puso más furioso que de costumbre
con tanto estallido y salió de la vivienda voceando y hecho un
"basilisco".
"No quiero oír un tiro más", vociferó... yo ya tenía el pie sobre la piedra, y no quise desperdiciar la
mezcla.
En buena hora, cara salió
mi rebeldía, el sopapo fue más sonoro que la explosión, el pitido en el tímpano
me duró unos días y la división que me puso en el encerado más largo de los dos
que colgaban en la pared, aún no sé cómo la resolví bajo su presencia, solos él y yo, y
con la amenaza de que no iría a casa a comer hasta que no la acabara.
Porque esa era la segunda
parte, desde la escuela hasta casa me separaban tres largos y empinados
kilómetros, tenía que terminar la división lo más rápido posible, no fueran a
llegar a casa mis hermanos antes que yo y tener que explicar mi
tardanza...así que acabé la división y corrí, y corrí... tanto que los talones me
golpeaban el culo.
Sudoroso y agotado les di
alcance a pocos metros de llegar a la puerta de la casa.
Comimos en
silencio, nadie me delató y volvimos a la escuela, y lo que son las cosas, casi
me reciben como a un héroe por haber desobedecido al maestro...mi rebeldía
contra él se manifestó en otras ocasiones, un día le llamé
tonto...bueno eso mejor lo dejo para otra ocasión porque solo de
recordarlo me duelen todavía las espinillas de los palos que me dio con la vara
de avellano.