Era la misma hora de siempre, la de haber metido el ganado en sus cortes, muy pronto caldeadas por la propia tibieza de las bestias obedientes que iban ocupando sus respectivos lugares, dándose las buenas noches unas a otras con los últimos mugidos y balidos, esos curiosos respetos que entre sí se tienen los animales pastoreados por el hombre, y la de ir preparando la cena.
A esa hora, y cada día, a Lines le tocaba la misma labor, la que tenía que ver con el candil de aceite, y que invariablemente consistía en abrirlo, expurgar la ceniza, limpiarlo a conciencia, colocar la candileja y la torcía, y alimentarlo de nuevo para que su tío lo prendiera y surgiera en silencio aquella lengua quieta y blanca que solo acertaba a clarear un breve tercio de cuarto, reducto de la calceta, el tazón y la baraja, quedando el resto espantado de sombras. Pero aquella tarde, rara excepción, la tía y madrina no le bajó el artilugio a la siempre dispuesta chavala que vivía con ellos- carecían de descendencia y en la casa de la ahijada boqueaban ya muchos, siete los hermanos, la ayuda era pues para ambos hogares- y le avisó de que a partir de entonces quedaba dispensada a perpetuidad de la tarea de limpiarlo. Lines, cumplidora pero extrañada, nueve años de lebaniega con remango, reparó en el resto de anomalías que habían aflorado ese día, como la reunión en la cocina de muchos familiares, gente de la vecindad próxima y hasta algunos señores trajeados que ella no conocía y que hablaban entre sí con palabras extrañas haciendo gestos y apuntando en varias direcciones, y como aquel correr por la pared los bramantes trenzados que desde la misma mitad del techo se descolgaban y acababan hechos un gurruño dentro de una oscilante bola de cristal. Entonces, justo cuando el servicio de un limpio candil se hacía más necesario y todos aguardaban en silencio a que algo sucediese, momento salpicado de respeto y curiosidad y algo de temeros prevención, similar al alzamiento eucarístico de la sagrada forma, alguien dio una orden y las hebras que tenía aquel huevo en su interior enrojecieron como hierro en la fragua, y llamearon, y de pronto la pelota fosforesció y se inflamó por entero, irradiando un fulgor amarillento que barrió la noche de la cocina hasta dejar solo unas liaduras oscuras pegadas a los rincones. A Lines aquello le impresionó.
- ¡Con decirte que esa noche no cené!
Fue la primera luz que tuvieron en la casa y venía de una fabricuca situada algunos kilómetros más abajo, molino que convertía en delgado hilo eléctrico el precipitarse de una torrentera, harina de chispas surtida durante unas pocas horas de la noche, que aquellos arroyos no daban para más. Aún así el avance fue descomunal. "Tú sabes lo que era irse a la cama, dar la llave y, de repente, ¡haber luz!, habiendo vivido lo otro, Ay madre...", bisbisea Lines desde sus ojos bellos y bondadosos, desde su cuerpo trabajador, rama de fresno esbelta pero ya algo vencida por los años, mujer prudentísima y gran panderetera, y memoria enardecida de recuerdos y de honesta sabiduría, y de amor y defensa de las cosas del país.
En aquel globo incandescente, Lines Vejo, nacida en el pueblo de Caloca en 1931, vio reflejadas muchas cosas...
Extraído el texto del libro: Palabras mayores de Emilio Gancedo.
Un viaje por la memoria rural.
Muy recomendable su lectura.
La foto está sacada en el lebaniego pueblo de Luriezo, con una arquitectura rural digna de ver.