El
niño miraba por la ventana con cierto temor; las pequeñas luces que bordeaban
el camino de casa de la abuela, la niebla de la noche que se
deslizaba silenciosa entre los arbustos y Silva la perra del tío olisqueaba el
rastro de algún roedor esquivo.
El
niño se rascaba la nariz preso de los nervios del momento, era Nochebuena y
escondido tras la ventana de su cuarto buscó a los tres renos que su tío
había tallado con sus artesanales manos para decorar el jardín rupestre.
Pero aquella vigilancia nocturna no era casual, el abuelo le había
contado que esos renos no eran unos renos cualquiera ya que en Nochebuena
cobraban vida y se convertían en los renos voladores, los del trineo de ese
hombre barbudo que daba regalos a todos lo que habían sido lo suficientemente
buenos y amables todo el año.
Pacientemente
observaba sin pestañear a los tres renos, con los nervios de ser descubierto
por alguno de los mayores o aún peor que ese hombre de barba espesa y blanca
descubriera su furtiva vigilancia. Después de mucho rato de
vigilancia, los bostezos llegaron a su pesar y los párpados cayeron
involuntarios en un par de ocasiones pero cuando estaba a punto de darse por
vencido y creer en lo que su amigo Sebas le había dicho, la nariz del
reno más grande se encendió como una de esas bombillas del árbol, la nariz
brillaba roja chispeante, los cuernos se empezaron a mover tímidamente,
el niño se puso de pie alucinado ante lo que veían sus ojos, el
animal comenzó a dar brincos enérgicamente y empujar a sus dos compañero que
terminaron por despertar de su letargo de madera y los tres se dedicaron a
pasearse por todo el jardín de la abuela. Silva, la perra de la
abuela ladraba ante tal algarabía y atacó con sus fauces al más pequeño
de los renos. El niño desde la ventana de su cuarto pudo ver como un
trozo de cornamenta del pequeñín caía al suelo provocando un sonido de dolor y
brincos descontrolados, tal fue el descontrol que no supo cómo llegó aquel
trineo que levitaba a pocos metros del suelo. El hombre de la barba blanca
estaba subido en él y esperó que los dos renos mayores se acoplaran a los demás
que ya empujaban del trineo. El pequeñito hacía ruidos y el hombre
dejó que subiera a su lado y lo acarició descubriendo el trozo de cornamenta que
le faltaba.
Los
renos subieron hasta el cielo y los perdió de vista...
A
la mañana siguiente la madre del niño lo despertó:
"¿Pero
qué haces ahí en el suelo? Anda corre al árbol... creo que tienes algún regalo
para ti"
El
pequeño descubrió entonces que se había quedado dormido. Y durante un
instante dudó del secreto de los tres renos del tío. Al mirar por la
ventana vio que los tres renos estaban donde siempre, con sus cuerpos tallados
en pura madera...
"Pero
hijo estás bien..." La madre no entendía porque el
travieso de hijo no salía corriendo escaleras abajo para romper los papeles de
su regalo.
El
niño reaccionó y corrió a abrir el gran paquete que resultó ser su
primera bicicleta. Después con los años vinieron otras, que después de
convirtieron en motocicletas... con los años todo fue cambiando,
evolucionando y la vida fue trayendo cosas nuevas y sorprendentes pero por
muchos años que pasaran y con la sorpresa de todos los amigos y
familiares, aquellos renos eran imprescindibles en el jardín de casa. Él sabía
que los renos de su tío no eran simples tallas de madera, no, claro que
no... lo sabían su abuelo y él y algún día le rebelaría ese secreto a algunos
de los pequeños de la familia... A uno de esos corazones traviesos y limpios
que les son imposible de distinguir la vida de los sueños, y los sueños de la
vida.
Una vez más yo le presté la foto y ella se encargó de escribir este bello cuento.
Gracias,Nieves.